jueves, 19 de mayo de 2016

Locura

La iniciativa nace de una tesis. 

Una cuestión, una inquietud, una incógnita que exige ser resuelta. El ansia llama a la puerta. ¿Hacerla esperar? No, por supuesto que no. El afán no tarda en inducir a la divagación. Empiezan a brotar ideas. Las incoherentes, fuera. Los conceptos sentidos toman forma. Y, entonces, la conclusión. Bien. Con esto debería bastar para un punto y final.

No.

Es sólo el principio.

¿Y si…?

La conclusión alimenta otra tesis. Parece ser el comienzo de un interminable bucle, pero no hay tiempo para sospechas, ¡el ansia llama a la puerta! De nuevo, divagaciones e ideas. Y otro punto y seguido.

Porque la historia continúa.

Una y otra vez se sucumbe al empeño de encontrar la conclusión absoluta, con la candorosa creencia de que existe un escape al apreciable bucle. Cuando incluso la determinación de dicho efugio está sometida a la misma espiral.

Un mero ápice de sentido común descubre que es demasiado enrevesado. Tristemente, el anhelo de saber se interpone. Tiende un puente hacia una insana tozudez. E inevitablemente llega el momento en que el circunloquio de reflexiones no es más que un manojo de garabatos sin sentido. 

Asumir el imperio de la relatividad sobre todas las cosas es, ya de por sí, antitético, pues tal asunción se entiende como absoluta mientras niega lo absoluto. Pero dejando de lado este inmenso deslice conceptual, es absurdo. Traspasado cierto límite las divagaciones olvidan el objeto, la incógnita inicial. El ensayo mental pierde el fundamento original, y el casi obsesivo empeño en encontrar “la respuesta” lleva a conclusiones débiles y moribundas. Que a su vez no llevan a ninguna parte.

Véase, pues, una barrera que separa la idiotez de la elocuencia.

Véase, pues.

La locura, un vértice escondido en la razón. 
La razón, un vórtice nuclear de irracionalidad. 
La irracionalidad, un cierto, soslayo de negación. 
La negación, un tramposo círculo. 

El círculo, la mentira. 
La mentira, el temor. 
El temor, la locura. 
La locura, la locura. La locura, la locura…



miércoles, 20 de enero de 2016

He perdido

He perdido el control de mi cuerpo. Me tiemblan las manos. Mis sentidos no están en su mejor momento. Cómo definirlo. Estoy alterado. Algo así. No alcanzo a concebir explicación alguna. Será la birra de antes. O el cigarrillo de hace un rato. No lo sé. Quizás es que la racionalidad y yo hemos decidido recorrer caminos distintos. Aunque yo no recuerdo haber tomado ningún tipo de decisión. Confundo emociones con pensamientos y pensamientos con emociones. He olvidado como desenvolverme en entornos sociales. Deseo estar solo. Deseo estar en compañía. Ya ni sé qué quiero o dejo de querer.

He perdido el sentido. La razón, el porqué de mi existencia, mis metas, y mis objetivos. Cada uno de mis movimientos me imbuye un ápice de desesperación, derivado del perecimiento de la motivación que pocos días antes ni hubiese cuestionado. No es que no sepa qué quiero o dejo de querer. Es que no hay nada que quiera. Nada atrae mi voluntad. Toda actividad que llevo a término se limita a cumplir lo que esa racionalidad que una vez tuve hubiese sugerido. Camino por cumplir. Sonrío por cumplir. Hablo, escribo, estudio, leo… por cumplir.

He perdido las fuerzas. Y con ellas las ganas. El ánimo. 

He perdido la energía. Y no bastará con una simple siesta.

He perdido.

He perdido.


He perdido en el juego de la vida.




lunes, 18 de enero de 2016

Alberto

Alberto es un chico alegre, simpático y bonachón. A Alberto le gusta conocer gente y hacer amigos. Nunca hace lo que no le gusta que le hagan. Repudia todo tipo de conflicto. Alberto, un buen chaval. Un buen chaval en la edad de ir al colegio. Alberto es sociable. También es gracioso, a su manera. Pobre, pobre Alberto. No entiende nada. Parece que se ha ganado la displicencia de sus nuevos compañeros de clase. Alberto es un joven avispado. Horrorizado, descubre con estupefacción que cuando se ríen con él, no se ríen con él. ¡Resulta que se ríen de él! Alberto es un chico alegre, simpático, bonachón, sociable y gracioso, a su manera. Ahora también es un objeto de burla. Ahora también es un estorbo. Ahora también esto, eso y lo otro.

Se levanta, se viste y va al colegio. Cada segundo que transcurre en las aulas es una carga de angustia. Cada minuto, un pesar. Cada hora, una tortura. Adopta una nueva forma de vida. La soledad. Trata de ignorar al resto. Alberto lamenta no poder hacer que los demás desaparezcan. Y es que a veces con ignorar no basta. ¿Por qué todo el mundo es tan listo, y él tan estúpido, tan tonto? Alberto quiere ser como los demás. Quiere ser cualquiera, menos él. ¿Por qué tuvo que salir tan rematadamente feo? Y, ¡madre mía!, ¿acaso existe alguien más aburrido, más insulso, que él mismo? ¡Si ni siquiera es capaz de mantener una conversación por más de cinco minutos! Alberto es la inutilidad en persona.

Se hace tarde. Regresa a casa. Hogar, dulce hogar. Ahora está a resguardo del colegio. Sueña con correr a los brazos de su padre, romper a llorar y contarle todas sus desventuras. Sueña con mirar a los reconfortantes ojos de su madre y preguntarle ¿por qué? Pobre, pobre Alberto. Sueña demasiado. Su padre quiere lo mejor para él y su familia. Por ello, entre gritos, le obliga a estudiar tres horas al día. Sólo está en la etapa escolar, pero ¡hay que pensar en el futuro! ¿Y qué es la vida, sino el futuro? Al menos así piensa su varonil progenitor, que entre sus preocupaciones no se lee el bienestar psicológico de su hijo mayor. Alberto es un chico cerrado. No es fácil ganarse su confianza. Su padre ni lo intenta, ni lo logra. Aún menos su madre, cuya existencia se reduce a quejarse del trabajo y pelearse con su marido. Alberto sabe que sus padres no se quieren. Solía hacer la vista gorda. Ahora ya le da igual. Su familia le ha abandonado.

Va al colegio. Soledad. Regresa a casa. Soledad. Resentimiento, tristeza, complejos a raudales y dolor, mucho dolor. Alberto era un chico alegre, simpático, bonachón, sociable y gracioso, a su manera. Pero Alberto ya no es Alberto. Ahora es un manojo de fatalidades y desdichas. Desamparado. No existe lugar en el mundo en el que esté a salvo. Su casa, una pesadilla; el colegio, un suplicio. No existe persona en el mundo en quién confíe. Ni siquiera en él mismo.

Gris. Todo es gris. Monótono. Vacuo.

Cómo. Cómo encontrar el sentido a tal infructuosa existencia.

Alberto está cansado. Muy cansado. Lleva una carga que se niega a dejar de aumentar. Su fortaleza no da para más. Sus fuerzas han mermado. 

Alberto está en casa, solo. A Alberto le gusta soñar. Normalmente sus sueños no se hacen realidad, pero esta vez será diferente. Esta vez ha decidido que quiere volar. 

La puerta está abierta. Un frío corriente de aire se filtra en el interior del piso, y con violencia acaricia su cara. Es una invitación. Da un paso. Otro más. Quizás un par más. Tiene que hacer un pequeño impulso. Sólo le queda un paso.

Sólo un paso.

A Alberto le gusta soñar.

Y sueña.

Negro. Todo es negro.

Y vuela.

Hasta que descubre que no tiene alas.


jueves, 7 de enero de 2016

Sobre la tolerancia

No se preocupe, esto no viene a ser uno de esos infantiles sermones en los que se dicta la indudable importancia de la tolerancia hacia al prójimo. Tampoco voy a engañarle, el tema es parecido. Pero mi misiva se acercaría más bien a la explicación de la mentada importancia. A el porqué de la tolerancia. Como siempre, resulta adecuado limitar la ambigüedad del término en cuestión. Entender tolerancia como resistir, soportar o llevar con paciencia una situación determinada (RAE) facilitará la comprensión del contenido presente en las siguientes líneas. Por lo tanto, es referente a su consideración como cualidad intrínseca, no como valor repercutible en el prójimo.

Enfocaré el repetido término en un ámbito particular: las discusiones. Esa clase de diálogo que surge de la oposición de ideas entre dos o más sujetos. En el plano teórico se espera que las partes argumenten ordenadamente sus razones a favor o en contra de determinadas creencias. Bien es sabido que la realidad se aleja de tal ideal, hasta el punto que hay quién confundiría discusión con pelea. En numerosas ocasiones el ímpetu, la convicción y la expresividad tienen más peso que el mismo juicio objetivo. Un momento, ¿qué tiene que ver la tolerancia con todo esto? Como suele ocurrir, las apariencias engañan. No viene de más decir que la tolerancia a las opiniones ajenas es un factor clave para optimizar el adecuado desarrollo de una discusión, pero por ahí no van los tiros. Me estoy enrollando más de lo que pretendía, así que iré al grano. El vínculo de la tolerancia con este contexto, o más bien uno de los vínculos, es la importancia de no dejarse llevar por la idiotez. Me explico. No es muy difícil llegar a conocer, en algún o algunos momentos de la vida, a ese clásico individuo de mente cerrada. Aquél que tiene sus propias certezas y opiniones, ¡y pobre del que lo contradiga! No vale la pena  tratar de argumentar con alguien así. El ignorante que no conoce su propia ignorancia. El idiota.

Imagine o recuerde una disputa dialéctica con un idiota. ¿Ha ido alguna vez en bicicleta estática? Puede que vislumbre una similitud. Discutir con un idiota es como ir en bicicleta estática. Requiere esfuerzo e imbuye cansancio, pero no lleva a ninguna parte. Me veo en la obligación de puntualizar que esta analogía no es de mi autoría. Dicho esto, el resultado de una discusión con tal sujeto se hace bastante obvio. O el idiota tiene la razón, o el idiota tiene la razón. Hay dos modos de proceder ante esta situación: tratar de convencerle de que no está en lo cierto o, simplemente, desistir. ¿Trataría usted de convencer a una piedra? Entonces la opción más eficaz y eficiente es la segunda. Lamentablemente, es muy fácil decantarse por la primera. Es frustrante tener que dar la razón a alguien que no la tiene, ¿verdad? Sin embargo, insistiendo en convencerle también se le está dando un tiempo que no merece. Saber abandonar una discusión cuando toca es un reflejo de madurez.

La relevancia de la tolerancia. Tener paciencia, ser frío y retirarse cuando toca. Contestando a un idiota se está rebajando a su nivel. No cometa un error: lo pagará con tiempo y enojo. 

sábado, 26 de diciembre de 2015

Sobre el arte comercial

El arte comercial. Ese cóctel de elementos que uno encuentra en una obra, como bien puede ser una película, que con una descarada falta de sutileza busca embelesar a la audiencia. ¡Eso es todo! Atraer a las masas. ¿Aportar algo al arte? ¿Transmitir un mensaje? ¡Para qué! Mejor juguemos con los sentimientos del espectador. Démosle lo que quiere. Eso, entretengámoslo. ¡Y ya llegará el dinero!

Compensaré la falta de precisión de las líneas precedentes con un lenguaje algo más técnico. Como uno ya habrá observado alcanzado este punto,  la entrada trata sobre las producciones comerciales. Considérese producción comercial aquella obra perteneciente a cualquiera de los siete artes (arquitectura, escultura, pintura, música, danza, literatura y, el más reciente, el cine), cuya pretensión no va más allá de causar un fuerte impacto en las masas. Dicho esto, cabe resolver una duda que surge en primera instancia. ¿A caso se diferencia una obra comercial de cualquier otra obra? Cierto es que, a tenor literal, no. Al fin y al cabo, si escribimos un libro, será para publicarlo, ¿verdad? Si un cantante invierte horas y horas en un álbum, ¿no sería incoherente que no lo divulgase? Sin embargo, conviene señalar una colosal, y no siempre apreciable, desemejanza. La pretensión del autor

Permítanme una esquematización del asunto para facilitar su explicación. Siendo estrictos, encontramos dos tipos de obras artísticas: las comerciales y las no comerciales. Las tijeras que crean la mentada dicotomía nacen de la pretensión del autor. Ésta también es susceptible a una división. Las obras comerciales se asociarán a aquellos artistas cuya intención sea obtener el reconocimiento más amplio posible, así como el dinero y fama que ello acarrea. El artista comercial tanteará los gustos del público potencial y tratará de efectuar una producción que se ajuste a ellos en la medida de lo posible. Nada, absolutamente nada que ver con el no comercial. A nuestro querido artista no comercial le será indiferente el gusto del espectador. En ningún momento considerará la opción de hacer una obra con el fin de obtener dinero. El productor no comercial es aquél que hace lo que hace porque quiere. Porque le gusta. Y punto. ¡Si tiene éxito bien; si no, también!

Siendo críticos, el objetivo del autor no debería tener relación alguna con la obra. Si ésta es buena (pido disculpas por el uso de una palabra tan ambigua) no dejará de serlo por las “malas intenciones” de su creador. No obstante, no puedo evitar sentir una fuerte necesidad de alejarme de toda producción comercial. No me malinterprete. No soy ese esnob que se considera especial a sí mismo por tener un gusto aislado de las masas. Tengo mis razones. En mi opinión, están arruinando el arte. Empobreciéndolo. Es triste ver como un cantante con talento traiciona a la originalidad, arrastrado por la fama y el dinero. Es triste ver como el arte se atasca en una etapa en que abundan las similitudes entre producciones. La innovación brilla por su ausencia, y no parece ser algo que desagrade a la mayoría de la población. Un factor que advierte una sociedad de mentalidad cada vez más simple y menos exigente.

Una sociedad de mentalidad cada vez más simple y menos exigente.
Antes de dar el tema por concluido, me permitiré la introducción de un fácil ejemplo. Más claro imposible: el reggaetón. Desconozco si este género musical ha tenido algún momento de lucidez u originalidad a lo largo de su vida. Lo que sí sé es que las canciones que actualmente lo están haciendo popular entre el público joven no hacen ademán alguno de diferenciarse de sus predecesoras. El ritmo igual, el estribillo parecido y… la letra, oh la letra. En su gran mayoría hablan de lo mismo: mujeres. Las ponen en un pedestal. ¿Bien, no? Un momento, me olvidaba de algo. Antes de subirlas al pedestal las convierten en meros objetos de deseo. No suena muy bien, no. Sin embargo, parece que a sus oyentes sí les suena bien. Me repito: Es popular. ¡Popular! ¡A la gente le gusta! No me lo explico. Bueno, en realidad sí. ¿Recuerda cuando hablaba de una sociedad de mentalidad cada vez más simple?

Cuando busco emociones en la música escucho esto.  


jueves, 17 de diciembre de 2015

Sobre la confianza (recíproca)

El título que encabeza esta entrada no deja espacio a la intriga. Usted, sin duda un lector avispado (nótese el masculino gramatical como uso no sexista de la lengua), ya habrá intuido el contenido de las siguientes líneas. Probablemente palabras como “honor”, “lealtad” y “entereza” no hayan tardado en aparecer en sus pensamientos. De ser así, le interesará saber que no va del todo desencaminado. Sin embargo, no tengo pretensión alguna de adentrarme en la relativa y siempre discutible importancia de los valores. Esto se trata de una invitación.

Sí, calificar a un texto de tono ensayístico y/o reflexivo como “invitación” da la impresión de que tal denominación no es más que un pobre intento de buscar originalidad. Proseguir con la lectura bastará para comprender cuán oportuno es su uso en este contexto. Menuda digresión. ¿Por dónde iba? Ah, eso de la confianza recíproca. Responder a la confianza (entendida como la fe que uno tiene en el prójimo) con confianza. Si tú confías en mí, yo confío en tí. Si tú confías en mí, te daré razones para que sigas haciéndolo, o no te daré razones para que dejes de hacerlo. Tal como comentaba en una entrada anterior, tengo la ingenua creencia de que el fomento de la confianza ayuda a construir una sociedad mejor. En base a esto, que ésta clase de fe sea recíproca deviene un factor imprescindible. Traicionando la confianza de alguien estamos enseñándole a ampararse en el recelo. ¡Estamos transformándole en desconfiado! Con cada falta de esta índole el colectivo humano da un paso atrás.

Como decía, esto se trata de una invitación. Una invitación a que cada vez que juremos o prometamos algo instauremos un vínculo, sólo quebrantable con el cumplimiento de nuestra palabra. Una invitación a dar razones para ser depositario de la confianza del prójimo. Una invitación a anteponer la confianza a nuestros intereses

Si aceptamos la petición de alguien que nos pide vigilar su bicicleta por un momento, no huyamos con ella.

Si prometemos llegar a casa a cierta hora, sólo un evento de fuerza mayor debería impedirlo.

Si decimos que haremos algo, hagámoslo.

Nada que ver con hacer el bien o el mal. Nada que ver con ser mejores o peores personas. Es relativo a ese momento en que consciente o inconscientemente echamos a la confianza de nuestras vidas. Dejamos de valorarla. La asesinamos. Es en ese preciso instante en que dejamos de ser humanos. Abandonamos la humanidad para convertirnos en simples seres vivos aferrados a la supervivencia.

No negaré el aire pesimista que acompaña este escrito. Y debo reconocer que soy algo duro con la conclusión. ¡Perder la humanidad! Menudo atrevimiento, ¿no? Sin ánimo de retractarme, acepto introducir una puntualización: la pérdida de valor (individual) de la confianza es gradual. No nos convertidos en animales en un instante, nos convertimos en animales en el instante en que el valor que le otorgamos es nulo.