lunes, 7 de diciembre de 2015

Sobre la confianza

Nada se alejaría más de mis pretensiones que realizar una crítica a la sociedad. Sin embargo, es probable que, ya sea implícita o explícitamente, acabe haciéndolo. Por ello, pido disculpas de antemano. La confianza. Primero limitemos la significación de este término. En este caso sería atinente entenderlo como la fe, la esperanza, que se tiene en el prójimo. Esa ciega e infantil credulidad establecida en primera instancia hacia cualquier individuo, sin distinción por sus apariencias. Bien, iré al grano. Esta concepción se asocia, comúnmente, a gente boba y candorosa. Y sí, puede que en numerosos casos se trate de una atribución acertada. No obstante, dista de ser una generalización mínimamente aceptable.

Existen dos fundamentos, excluyentes el uno del otro, que pueden formar a un ser como confiado. Por un lado tenemos a ese feliz sujeto que experimenta su peculiar plano existencial cargado de colores, vida y alegría. Hablo del ignorante que habita en su propio “cuento de hadas” gracias al hecho de desconocer los “males” que acechan el mundo real (por un momento tratemos de olvidar la amplitud del término “real”). Unas pocas líneas atrás decía que la asociación de ser confiado con gente boba y candorosa puede ser acertada, en ciertos casos. Este es uno de ellos. Ese tipo que simplemente es incapaz de desconfiar. En él encontramos el primer fundamento: la ignorancia. Por otro lado, descubrimos al incauto que después de apelar a la verdad (concebida como falta de autoengaño) se decanta por la confianza. Es consciente de la realidad intrascendente de la que forma parte. Ahí se destapa el segundo fundamento: la lúcida elección.

No diré nada nuevo: vivimos en un mundo en el que es difícil establecer vínculos fiables con el resto de personas. Las pretensiones de los demás suelen ser difíciles, por no decir imposibles, de adivinar. Y ello nos lleva a dudar. ¿Me estará engañando? ¿Y si no es quién dice ser? Llegamos a desconfiar de cada sonrisa, de cada gesto, de cada palabra. Es más, creemos que estamos legitimados para ello. ¡Y no sin razón! No hay nada más desagradable que tropezar dos veces en la misma piedra. Cuando la fe se materializa en esa piedra, no dudamos en esquivarla. Es natural, el tratar de no recaer en los mismos errores. Uno se acaba hartando de todo el sufrimiento derivado de la confianza. De los engaños, de las mentiras, de las falsedades. Y decide encerrarse en el amparo del recelo. Lamentablemente, a raíz de esa decisión, la materialización de la confianza en la piedra adquiere un carácter permanente. Ello conlleva un flemático arrastre a una sociedad donde confiar es visto como un error.

No suena muy bien, ¿verdad? Por fortuna tenemos a nuestro alcance un instrumento para cambiarlo. Disponemos de un aliado para poner fin al imperio de la desconfianza: la confianza.

Un momento. Si ya hemos visto que creer en los demás no aporta ninguna clase de beneficio individual, ¿para qué íbamos a ponerle fin? Permítanme una ilusa e inocente respuesta: Por la sociedad. Por un mundo mejor. Por la humanidad misma. Porque somos un colectivo. Porque no en vano vivimos en comunidad y no en aislamiento. Imagine por un momento una utópica sociedad en que el acaparo de la confianza fuera tal que se incluso se anulase a sí misma. Un mundo donde el concepto de confianza alcanzase tal nivel de integración y absolutidad que, simplemente, desapareciese*.

El que es confiado por elección propia no es un bobo. Es uno de los valientes que aún no se ha rendido en la lucha por ese sueño llamado confianza.


*Léase una breve explicación para facilitar la comprensión de lo dicho: Si viviésemos en un mundo donde todo fuese bueno, donde no hubiese Mal alguno y solo existiese el Bien, éste dejaría de existir, pues no podríamos reconocerlo. A falta de Mal (o desconfianza), no podríamos ver el Bien (o confianza) como tal. Si todo fuese bello, lo bello se convertiría en normal, y por lo tanto la belleza dejaría de serlo como tal.

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