lunes, 23 de noviembre de 2015

Los malos días que son... ¿los mejores?


Es curioso: los días en los que mejor estoy, son al mismo tiempo los mejores y los peores. Más que curioso, paradójico, supongo. No es tan estúpido como aparenta a primera vista. Me explico. Considérese un buen día como aquél que presenta una absoluta carencia de preocupaciones, problemas, tristeza y confusiones injustificadas. Y que por el contrario contenga una buena carga de experiencias agradables. Una charla interesante con unos amigos, por poner un ejemplo. Dicho esto, ¿por qué habría que considerarlo el peor? Antes que nada cabría puntualizar la concepción de peor y mejor, sumamente relativa y abierta a ambigüedades digresivas. Los concebiremos como lo haría quien no se para a pensar en el abanico de interpretaciones que exhiben: dándoles el uso habitual y cuotidiano. Bien, volviendo al planteamiento. Un buen día que es el mejor y el peor simultáneamente. ¿En pocas palabras? No se aprende nada. No descubro nada nuevo en los días de supuesto agrado. Puedo pasármelo bien, sentirme feliz, alegre… y vacío. Y es que luego recuerdo los días “malos”. Esos días en los que me doy cuenta de la banalidad de la mayoría de cosas que hago. Esos días en los que me paro a pensar y veo el mundo de otro modo. Esos días que tanto sufrimiento comportan… y tanto conocimiento aportan. Tendré un buen día y me diré “¡Qué feliz soy!”. Pero en mi consciencia, el espacio reservado a la madurez se resentirá impotente.

No aborrezco los días que marchan bien, para nada. A quién voy a engañar, los prefiero mucho antes que esos en los que desearía desaparecer.  Pero suponen un valioso tiempo que, en cierto modo, pierdo. Me gusta progresar como persona. Podría incluso calificarlo como uno de mis objetivos vitales. Las buenas jornadas se alejan de tal misiva, lo que duramente se traduce en una pérdida de tiempo.

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